«George, sea lo que sea, estoy contigo»

La frase se podría aplicar tanto a Blair como a Aznar. Pero en este caso va con el primero. El secreto embaucador de George lo deben conocer única y exclusivamente los dos sumisos y su mujer. La de Bush, digo. Ambos compañeros de aventuras tuvieron que enfrentarse a sus ciudadanos. Y el primero de ellos al Parlamento (el otro no se atrevió a ir). Pero la ocasión lo merecía si George lo pedía.

En The Guardian, siguen dándole vueltas a The End of the Party, el libro de Andrew Rawnsley, en el que se contaba con pelos y señales el carácter del indomable Gordon Brown. Andrew Sparrow ha resumido algunos extractos en los que se habla de las cartas que se enviaron Blair y Bush antes de la guerra y de la relación que había entre ambos.

De esas cartas salen conclusiones como el título. Y alguna otra más.

Towards the end of July [2002], Blair did write a letter to Bush «really making the case for going down the international route» to deal with Saddam …

Yet again, though, Blair had emphasised his «yes» at the expense of the «buts». The July note began: «You know, George, whatever you decide to do, I’m with you.»

When [Sir Christopher] Meyer [Britain’s ambassador to the US] learnt of it, he rang [David] Manning [Blair’s foreign policy adviser] in horror. «It’s a brilliant note except for this bloody opening sentence: ‘Whatever you do, I’m with you,'» the ambassador expostulated. «Why in God’s name has he said that again? He’s handed Bush carte blanche.»

Manning sighed down the phone: «We tried to stop him. We told him so, but he wouldn’t listen. That’s what he thinks.» [Extracto de The End of the Party]

Blair, después de esto, no podrá quitarse jamás la fama de haber sido la marioneta de Bush mientras estuvo al frente del Gobierno británico.

La Comisión que investiga los motivos que llevaron al Reino Unido a invadir Irak se ha interesado en numerosas ocasiones sobre la influencia que tenía EEUU en las decisiones de Blair. Una de las preocupaciones principales del gabinete que dirige Sir John Chilcott es saber cuándo se decidió ir a Irak. Blair dijo que se aguantó hasta el último momento. Lo mismo que Brown. Pero una vez más, tras leer lo de arriba, da qué pensar.

Otro de los temas estrella ha sido saber de qué hablaban Blair y Bush (como consecuencia de lo anterior). Y más en concreto, qué se habló en la reunión del mes de abril de 2002 en el Rancho Crawford. Los antiguos miembros del Ejecutivo Laborista no parecían tenerlo muy claro. Hay quienes han dicho que sí estaban al corriente del contenido de las conversaciones. Johnathan Powell, el ex jefe del Gabinete de Blair dijo en su comparecencia:

«The prime minister gave us an account of his conversation with the president the previous evening … There was no undertaking in blood to go into war on Iraq.»

En el libro, Rawnsley, citando al jefe de prensa de Blair, contradice esta versión:

The two men [Blair and Bush] were alone for several hours. «It sent Jonathan [Powell] and David [Manning] mad» because they could not be sure what Blair was signing up to in the absence of any advisers or officials. That was made worse by his reluctance to properly debrief them afterwards. «He’d drive the foreign policy people nuts because he wouldn’t give them a readout.» When asked by Manning and Powell what he had said to Bush, Blair would shrug: «You know, I can’t really remember.» It was «partly because he wanted to keep it tight and partly because he just couldn’t be bothered».

Según el autor del libro, Blair le dijo a su equipo que no recordaba lo que había hablado con Bush horas después. Como dice Sparrow en su post, el primer ministro británico se reúne con el hombre más poderoso del mundo para hablar de la guerra en Irak y no se acuerda de lo que le dijo.

Si esto fuera cierto, el encabezado de la carta de julio cobra todavía más sentido. «Lo que decidas hacer George, estoy contigo». Hasta el infinito y más allá.

Gordon Brown, el terrible (II)

Vamos por partes porque ha llovido mucho -Y no sólo en sentido meteorológico–  desde la primera parte de esto, que va camino de convertirse en saga.  Voy a ser telegráfico para que nadie se pierda.

Hay que darle la enhorabuena al periodista Andrew Rawnsley por conseguir que su libro, ‘The End of The Party’, tenga muchísima más repercusión que el que fue presentado pocos días antes por Lance Prince en The Independent, titulado ‘The Spin Doctor’. Ambos tienen en común que han conseguido que la opinión pública británica piense que Gordon Brown es un personaje desequilibrado y déspota. La diferencia es que las fuentes del primero parecen mucho más fiables que las del segundo.

El domingo, The Observer publicó en exclusiva los primeros extractos del libro. En esa entrega, el periodista habla del carácter «irascible» del primer ministro. También de su falta de previsión, indecisión y susceptibilidad con los titulares de prensa. Pero creo que los periódicos se están quedando en la superficie y dando demasiado altavoz a frases del tipo «no pasaba un sólo día sin que me tirara un periódico, un bolígrafo o una lata de coca-cola», de uno de sus ayudantes. Todos hemos tenido jefes y sabemos cómo reaccionan de vez en cuando.

Lo que ha tenido menos repercusión es el constante estado de fatiga que se le atribuye al primer ministro en ese extracto. En numerosos comentarios de lo publicado en The Observer se dice que Brown estaba «exhausto», «cansado» y que era incapaz de «tomarse unas vacaciones» ni siquiera en verano. «No era el tipo de cansancio que se cura con una semana durmiendo bien», dice uno de sus ayudantes. «Tenía los hombros hundidos y la cara demacrada», dice otro.

Según Rawnsley:

«Brown had been «ferociously hard-working» since childhood, says his friend Murray Elder. The eternal scholarship boy responded to adversity by thinking that he would find the answer to his problems by labouring even harder. He went to bed later and got up earlier, working even more fiercely in the belief that this was the way to get on top of things. He did not grasp that what he most needed to do was to learn to delegate and to prioritise».

Las cosas habían ido mal. Como cuenta el libro, cuando Brown sucedió a Blair en 2007, los laboristas se pusieron por delante de los conservadores en las encuestas después de dos años. Tanto, que con la euforia, los más cercanos le animaron a que convocara elecciones anticipadas y así se quitara el estigma de ser un primer ministro que no había sido elegido directamente por el pueblo. Los laboristas pusieron en marcha la maquinaria electoral. Brown encargó a su ministro de Finanzas, Alistair Darling, que preparara un adelanto del presupuesto para el año siguiente y hasta la reina estaba preparada para una posible disolución del Parlamento.

A pocos días de que Brown fuera a anunciar el adelanto de las elecciones, los conservadores celebraban una conferencia en Blackpool. George Osborne, el responsable de finanzas Tory, hizo un anuncio que terminaría por minar las expectativas de los laboristas. Los conservadores estaban dispuestos a aplicar el impuesto de sucesiones a las rentas más altas. Los asesores de Brown le habían desaconsejado en varias ocasiones que llevara ese impuesto en su programa electoral y, por tanto, Darling no lo incluyó en el presupuesto.

No hizo falta. Tras el anuncio de Osborne los laboristas habían perdido fuelle en las encuestas. Lo peor es que no les quedaba más remedio que parar la carrera electoral, con el consiguiente ridículo para Brown. Los rumores de la marcha atrás habían llegado a la prensa y ya no había manera de pararlo. La reputación del primer ministro quedó por los suelos y las relaciones dentro del partido se resquebrajaron. Los unos se echaban las culpas a los otros del error y entre medias quedaba un Brown hastiado y con un humor de perros.

A las personas perfeccionistas y que tienen un exceso de responsabilidad les suele pasar esto. Que al final prefieren hacer la guerra por su cuenta antes que confiarle el trabajo a nadie. Sus esfuerzos para mejorar su imagen otra vez le pasaron factura en forma de estrés. Quería manejarlo todo para que no volviera a haber ningún error. Se metía en las labores de todos sus colaboradores y ministros. Hacía y deshacía a su antojo y vinieron las rebeliones que conté en el anterior post. Gordon Brown pasó de ser el hombre que podía sacar al nuevo laborismo de su atolladero para convertirse en un acosador laboral sin escrúpulos.

Entre unos y otros han aprovechado estos días la publicación de los libros para remover la imagen de Brown, ya de por sí maltrecha. Desde Christine Pratt, la directora y fundadora del Servicio Nacional contra el Acoso Laboral, que filtró sin que aún se sepa el porqué, que había recibido la llamada de cuatro personas del entorno de Brown; hasta David Cameron, que ayer se burló de lo lindo del primer ministro y de Darling.

Éste, en una entrevista la noche anterior, sugirió que Brown le había puesto a parir cuando le dijo que Reino Unido se iba a hundir en la recesión. Cameron, al que se le da muy bien aprovechar los puntos flacos de Brown dijo: «Después de las extraordinarias declaraciones del ministro anoche y tras las palabras del primer ministro esta mañana, cito textualmente «Nunca le diría a nadie que hiciera otra cosa que no sea apoyar al ministro», ¿tendría usted el valor de levantarse y decirnos que esto es cierto?».

Como bien dice Íñigo en este post «¿Qué es mejor? ¿Tener a un primer ministro educado pero incompetente o a otro paranoico e iracundo pero que sepa hacer su trabajo? ¿Se puede elegir? ¿Qué ocurre si es incompetente y paranoico?». Pero a un buen primer ministro también le hacen las personas que le rodean y me temo que en todo este tiempo no han estado a la altura. A juzgar por los relatos, nadie ha sabido poner en su sitio a Brown y hacerle ver que su comportamiento era intolerable para la estabilidad del Gobierno. Tampoco parece que haya habido alguno que le haya aconsejado correctamente.

Lo que sí ha demostrado el primer ministro es saber reaccionar justo cuando se ha visto con el agua al cuello. Si siguen saliendo historias, le puede volver a alcanzar. Pero al final acabará resurgiendo. Las encuestas ya parecen estar de su parte. Un tipo que le grita a Blair, no debe ser tan malo después de todo.